sábado, 15 de septiembre de 2007

Una carrera regulada, ¡ es mejor !

Por estos días escribí un texto que ocupaba un par de páginas, en el cual les contába a mis amigos, acerca de lo que considero ha sido su éxito en la vida. Ellos consiguieron muchas de las metas que se han propuesto hasta el momento y, muy seguramente, me sorprenderán cada vez más con su facilidad para alcanzar momentos cada vez más felices en sus vidas.

A ese documento le llamé "mis amigos siempre ganan" porqué desde hace varios años había filosofado al respecto de la buena fortuna que los ha acompañado por tantos años. Lo asociaba entonces a facilidades otorgadas por una deidad protectora que los adoptaba cada vez que se vinculaban a mi círculo de amigos -temí llegar a verla cualquier día metiendo mano en los partiditos de fútbol que jugábamos-. Hoy es claro para mí que dicha suerte no es producto de la casualidad. Se debe a la conjugación de talento, cierta disciplina, persistencia y muchos sacrificios, entre otros. También, debo aclarar que el suertudo vengo siendo yo, por toparme con personas maravillosas doquiera que paso.

Es cierto que algo malo ha de tener acostumbrarse a ser un ganador por defecto. Cuando llega una vaca flaca, llega a sentirse una monumental ignorancia, uno desespera y se convierte en el más severo autocrítico. Por estos días me pasó. Me encomendaron una misión para la cual no tenía un buen cimiento respecto a las áreas de conocimiento de las cuales debía impartir entrenamiento, y aunque sé que muchos de ustedes han sufrido este devenir profesional, a mi me llevó, bíblicamente hablando, a rasgar mis vestiduras.

Fueron meses de pensar y pensar en el asunto, traté de documentarme al respecto, pregunté a los que supuse senseis de la temática, desempolvé mis neuronas menos utilizadas, pero de fondo nunca entendí ni un carajo. Al fin llegó el día de hacer la primera presentación. Mamé todo el gallo del mundo para dar inicio a la charla, hasta que comprendí no tener escapatoria. Lentamente, abrí mi presentación y empecé a balbucear lo preparado durante la noche anterior. Los minutos se hicieron horas, las miradas de los incautos escuchas se venían hacia mi pecho como banderillas hacia el toro y creo que volví a sufrir la metamorfosis que me hizo famoso en la universidad cuando dicté mi primera clase de computadores para la clase nocturna de administración. Por supuesto que pasé la prueba, el mes de largas sesiones transcurrió de acuerdo a lo planificado y cada tema fue evacuado con la mejor claridad posible. Omitiendo los malos chistes, una que otra reconocida contradicción en el discurso, y hasta ciertas dudas aplazadas para el día siguiente, no se presentaron mayores imprevistos. Las calificaciones que obtuve en los anónimos formatos fue de más de cuatro sobre cinco.

Al terminar con la tarea, mi conciencia de prófugo, por conocer los detalles tras bambalinas, hizo que el resultado de mi autoevaluación fuera bastante mala, y así lo comenté con un amigo que conocía claramente el contexto de la situación que describo. El me escuchó muy atentamente, y después de unos diez minutos de recibir una exposición jocosa acerca de mi pobre autocalificación -dos, sobre cinco- y de mi supuesta adaptación al mundo de la mediocridad, me respondió, calmadamente, que tal vez debía considerar la posibilidad de estar siendo demasiado duro conmigo y, que para él, lo que narré le parecía por el contrario un excelente desempeño. Callé y volví a empezar la evaluación.

Recordé entonces, la época en que competía en las pruebas de 400 metros planos en atletismo. Durante todo el año trabajábamos bajo un plan de entrenamiento que daba inicio en el período de preparación y finalizaba para la temporada de competencia. El constante y fuerte entrenamiento tenía un resultado que era contundente: El tiempo que consiguiera registrar en el cronómetro. Al llegar a la pista de carreras y sin poder hacer más por mejorar ese número, se llevaban las piernas hasta el partidor y se corría con pasión hasta llegar a la meta.

Los primeros 100 metros de la carrera eran de gran respeto porqué infundían el temor natural que se tiene al saber que falta demasiado para llegar. Al lograr los 200 metros, el riesgo de renunciar era inminente, pensaba en lesionarme, decir que tenía bazo o incluso desmayarme -simular algo así habría sido patético-. A cambio de buscar excusas para justificar la derrota, aplicaba la regla del optimista de ver la copa medio llena y me concentraba en terminar. Era necesario flotar hasta los 300 metros con un decidido entusiasmo para terminar pronto el gran esfuerzo. En mi caso, habían transcurrido unos cuarenta segundos al tomar la última curva y lo que saltaba en escena se salía del orden sicológico. La dentera aparecía implacable, los grotescos gestos en la cara, que tanto nos habían enseñado a controlar, no me permitían salir muy chusco que digamos en la foto -quizá por eso mi mamá es la única que conserva aquellos retratos en su casa-, las entonces vigorosas piernas se resistían a finalizar enviando señales de entorpecimiento sustentadas en la sensación de arrugarse como una hoja de papel antes de ser enviada directamente a la caneca. Por todo ello, era necesario recurrir al último aliento para devorar los últimos 100 metros en alrededor de diez eternos segundos y así, al completar una larga vuelta al óvalo, poder cerrar los ojos, y casi de inmediato, tirarme al suelo como un niño caprichoso en medio de un supermercado.

Obviamente, el que terminaba feliz al finalizar la carrera era quien llegara de primero a la meta. Sin embargo, hoy logro interpretar mi entrenamiento y su resultado de una manera muy distinta. Debimos ser felices, y expresar una gran sonrisa sobre la pista, absolutamente todos los que tuvimos la habilidad de regular nuestra carrera y terminar la competencia registrando el mejor tiempo para el cual nos preparamos. No cabe duda de que habría más competidores en las pruebas, si todos pensaran de esa manera.

Un poco más tarde, al escribir mi propia reflexión al respecto de esta anécdota, un poco acartonada quizá por estar enmarcada en el contexto laboral, entiendo que somos ganadores cada vez que conseguimos alcanzar la meta para la cual estamos listos, sin importar que en el resultado global seamos los cuartos o los sextos. Acepto, además, que en este caso debo felicitarme por haber realizado un buen trabajo, y prometo que la próxima vez que tenga frente a mi esas miradas acusatorias que les conté, me calzaré los spikes* y saldré corriendo como una bala, no para huir de ahí por supuesto, sino, para registrar mi mejor marca del día.

* Tenis para practicar el atletismo.

jueves, 9 de agosto de 2007

La primera vez, que me ocupé de recordar más de una primera vez

En esta época en que abundan las cámaras digitales, me retuerzo al pensar en la cantidad de imágenes que pude capturar años atrás y por las cuales pagaría hoy. Y es que mi capacidad para recordar es lo suficientemente mala, tanto como los son, la finura de mis sentidos para distinguir una fragancia o identificar algún sabor. Sin embargo, y mientras conversaba con un amigo que contrajo matrimonio recientemente, recordé el primer día - hábil - en que desperté siendo un hombre casado.
Esa recuperación de memoria en mi cabeza fue tan real, que por algunos segundos logré vivir lo más intenso de aquel momento. Ví, de nuevo, la espalda de Giselle acostada en mi cama y las paredes de la habitación, pintadas de un intenso verde; Sentí, la misma incertidumbre de ese día, respecto a que hacer o que decir, antes de partir en la mañana; Palpé, aquel billete arrugado de dos mil pesos que - sin saber de donde - saqué de mi bolsillo y dejé sobre el nochero blanco. Me acordé, entonces, de la primera vez que tuve una responsabilidad real e ineludible.

Una vez finalicé con ese recuerdo, sin preverlo, empezaron a procesarse en mi memoria recuerdos que, clasificados, priorizados e indexados fueron apareciendo uno a uno. En ese momento, me detuve y repasé cada uno de ellos. Evoqué, inicialmente, la primera vez que me pusieron a mi hija Tania entre mis brazos. Era, inesperadamente, muy blanca y arrugada ... Aquel momento fue sublime. Para mí, fue una prueba inequívoca de que los sentimientos no eran predecibles: ¿Llorar o reir?. Acaso, debía guardar la compostura y preguntar a quien se parecía? o, simplemente, debía suspirar por el inexorable amor que penetraba hasta mis huesos?. Me acordé, en ese instante, de la primera vez que no tuve ninguna explicación.

Avanzando en mi dispensador de recuerdos, repasé el día en que, siendo un niño, caminaba junto a mi hermano Harold - no sé hacia donde íbamos- y nos cruzamos con mi papá quien venía en su moto con Jhonnier, nuestro nuevo hermano de ocho años, que algunos días atrás nos había sido anunciado. Era un crespo rubio, cachetón, con grandes dientes y cara bonachona. recuerdo que su amplia y tímida sonrisa, se cruzó con nuestra grata y muy emocionada primera impresión. Me acordé, de la primera vez que fuí hermano mayor.

Seguía revisando mis nostálgicos momentos, y de repente sonó la alegre y ruidosa música cuando añoré el primer día en que bailé. Lo había dejado de hacer desde una noche a los siete años de edad, cuando me ví a mi mismo y decidí que el ridículo ya no hacía parte más de la inocencia de mi niñez. Pasó un buen tiempo, crecí y sin darme cuenta, por fin mi cuerpo reaccionó. Los pies coordinaban con la eterna salsa que sonaba desde la misma noche de mi concepción. Ese día fuí fiel a mis raices familiares y coherente con las toneladas de ritmo que acompañaron mi niñez. Lo concluyo hoy, aquella fue la primera vez que me sentí orgulloso.

En aquel momento, mi cara reflejaba la satisfacción de recordar. Proseguí con ello y me encontré con la imágen de mis manos sobre el gran timón gris del zastava -el carro de mi papá-, que fue mi cómplice para aprender a manejar. Recuerdo claramente que chancletear el clutch, arrancar sin que él carro diera saltos, girar a una sola mano el timón, como lo hacen los varones, eran algunas de las premisas que rodeaban aquellas sesiones al volante. Me acordé, de la primera vez que manejé, una situación.

Seguí esculcando en mis memorias una y otra vez. Insaciablemente, pude revivir escenas de otras épocas y, después de todo, concluir que aunque no las tenga en fotos o en video, me quedan sus maravillosos recuerdos. Quizá, en un futuro -como en las películas gringas- las pueda descargar de mi memoria hasta un papel, sin tener que recurrir a las letras que hoy, por primera vez, me ayudaron a contar más de una primera vez.

jueves, 26 de julio de 2007

Azafatas, un cuento de hadas.

Quien haya visto el comercial de Kumis-Kumis Alpina, en el cual se acerca una aeromoza vistiendo una ceñida blusa con un amplio escote y le ofrece una mantecada al pobre pasajero incrédulo ante tamaña fortuna, me entenderá y compartirá conmigo la decepción que narro a continuación.

En los últimos años he tenido la suerte de viajar a algunos países vecinos y también he conocido a personas que llevan más tiempo en el cuento de abordar aviones con frecuencia y a destinos mucho más lejanos; Todos coincidimos en que la aeromoza de ensueño es un personaje digno de la próxima película de Shrek. Si señores, las divinas aeromozas son personajes de la literatura infantil.

Imagino que por décadas fue una profesión muy deseada, en la cual se enrolaban las chicas mas guapas en su afán de conocer lugares paradisíacos y en un futuro cercano, además, ser reconocidas y deseadas por portar tan apetecido uniforme. Seguramente, y prosiguiendo mi inferencia, como en toda profesión, esta belleza sin igual se topó con las vicisitudes del diario trasegar en cualquier agitada ruta nacional. Sonreírle al más insensato viajero, servir centenas de insulsas bandejitas repletas de tristeza culinaria y, a cambio de ello, recibir una bolsita de basura para repetir, en sentido opuesto, el oscuro recorrido a lo largo de un estrecho pasillo, que bien podría ser comparable a mis incómodos escritorios de oficina.

Sin duda, y en sus momentos de máxima depresión laboral, habrá recibido voces de aliento de su inmediata superior, invitándola a trabajar fuerte para acceder al privilegio de saludar a los pasajeros e impartir las instrucciones de seguridad a través del altoparlante, y que quizá siendo persistente y dedicada, llegará a volar en una ruta internacional en donde pueda servir en primera clase, disfrutando de períodos de vuelo más largos que consuman su día laboral con menores traumas rutinarios.

Finiquito mi divagar imaginario, concluyendo que tales hermosuras, habrán bajado de alguno de esos vuelos con uno de sus objetivos alcanzado. Un hombre que las admire y les construya una vida de ensueño pero obligadamente en casa y definitivamente abajo del avión, o conseguir visitar con frecuencia, destinos en aeropuertos de lugares paradisíacos, seguidos en ocasiones de una lujosa habitación de hotel que le regalara el descanso de un largo viaje y el temprano despertar para continuarlo.

Las mujeres de esa generación que conformaron sus hogares, con cierta seguridad habrán procreado beldades aún mayores, y sin lugar a dudas lo primero que habrán hecho al descubrir el potencial encanto de sus retoños, habrá sido prohibir estrictamente a todos sus familiares que incluyeran en cualquier futura lista de regalos a la encantadora Barbie Azafata. No es raro, desde entonces, en nuestros anhelados viajes, ser atendidos por estrictas señoras o rígidos hombres que ocuparon las posiciones disponibles en tan desencantada profesión.

* Imagen tomada de http://www.dibujandopordinero.blogspot.com/

El Dia en que dejé de ser un Morrocó

El pasado domingo comprobé lo fascinante que es, para un buen aficionado al fútbol, asistir al estadio. El intenso verde de la cancha, el cielo azul, el verdiblanco de las camisetas que con orgullo lleva la gente, los uniformes de futbolistas, policia, cruz roja, personal de logística y hasta el de los vendedores de maní, se combinan con los letreros publicitarios formando un popurrí de colores.

Contra el Chicó F.C., el SuperDepor empezó con pie derecho, Domínguez anotó temprano y parecía que los íbamos a aplanar. Mi fé en ganar el partido se hizo fuerte. Mi hija, que por primera vez iba al estadio, me ayudaba a mantener la sonrisa con sus comentarios de novato, como el que hizo al minuto 15: “Papá, y el señor que narra los partidos ¿cuando va a empezar?”.
Era un triunfo parcial sobrio y bastante racional, a tal punto que Ricardo y yo ni nos despeinábamos ante las oportunidades desperdiciadas, e incluso, no saltábamos, concientes de la inundación que había en la gradería y cubría nuestros tenis.

Las ocasiones anteriores en que fuí al estadio sucedió lo mismo, un gol repentino en contra, traído de los cabellos, con el cual el equipo visitante empataba o ganaba. El pasado domingo no fue la excepción. Transcurría el minuto 41 del partido, y la entretenida tarde en el estadio se oscureció, tal vez porque daban las 6:15 pm, pero sin duda también porque apareció “Palmira” Salazar y se inventó un gol en la única ocasión que tuvieron. En ese momento pensé que jamás volvería al estadio, porque definitivamente yo era el Morrocó de mi Deportivo Cali.

En el entretiempo no había más que caras largas, las cuales combinaron perfectamente con una aguada y costosa gaseosa que compré para pasar el trago amargo, y con el pastel de hojaldre que resultó ser una mala imitación de los tradicionales de marca La Locura. Hasta ahí no podía ser peor.

El segundo tiempo empezó y los 25 minutos iniciales fueron eternos y tediosos, una real tortura para los nervios. El hecho es que a los 25 justamente me acerqué a Ricardo y, con cierta desesperación, le exclamé lo que había estado retumbando en mi cabeza por casi una hora: “¡Necesito que hagan un gol!. No puede ser que hoy me vaya siendo un Morrocó!”. Fue una petición celestial, porque de inmediato y al igual que sucedió con Moisés, se abrió la cancha de la misma manera que lo hizo el Mar Rojo y el "Chapulín" Cardetti guió al balón hasta el fondo de la malla… De inmediato y sin pensarlo, Ricardo, mi hija y yo, estallamos de júbilo y saltamos cual ranas en estanque, celebrando a rabiar el gol y mojando todo lo que hubiese alrededor nuestro.

Pocos minutos después vino un tercer gol que nos dió la anhelada tranquilidad, y cuando el árbitro pitó, miré al cielo, agradecí y decidí contarles que a mis 31 años dejé de ser un Morrocó.

Quise Llorar

Quise llorar... pero no pude,
Miré afuera y vi un día que sonreía alegremente...
Tan sólo una débil lágrima trató de escapar de mis ojos,
Pero la fría brisa la secó inmediatamente.

Quise llorar... pero no pude,
Traté de pensar en algo triste y vinieron a mi sólo alegres recuerdos...
Musité un frágil gesto de infelicidad en mi rostro,
Y la necesidad de hablar y sonreír lo fulminó.

Quise llorar... y simplemente no pude,
Me di cuenta de que no soy tan valiente para hacerlo...
La vida es demasiado buena conmigo,
Simplemente no pude.