Por estos días escribí un texto que ocupaba un par de páginas, en el cual les contába a mis amigos, acerca de lo que considero ha sido su éxito en la vida. Ellos consiguieron muchas de las metas que se han propuesto hasta el momento y, muy seguramente, me sorprenderán cada vez más con su facilidad para alcanzar momentos cada vez más felices en sus vidas.
A ese documento le llamé "mis amigos siempre ganan" porqué desde hace varios años había filosofado al respecto de la buena fortuna que los ha acompañado por tantos años. Lo asociaba entonces a facilidades otorgadas por una deidad protectora que los adoptaba cada vez que se vinculaban a mi círculo de amigos -temí llegar a verla cualquier día metiendo mano en los partiditos de fútbol que jugábamos-. Hoy es claro para mí que dicha suerte no es producto de la casualidad. Se debe a la conjugación de talento, cierta disciplina, persistencia y muchos sacrificios, entre otros. También, debo aclarar que el suertudo vengo siendo yo, por toparme con personas maravillosas doquiera que paso.
Es cierto que algo malo ha de tener acostumbrarse a ser un ganador por defecto. Cuando llega una vaca flaca, llega a sentirse una monumental ignorancia, uno desespera y se convierte en el más severo autocrítico. Por estos días me pasó. Me encomendaron una misión para la cual no tenía un buen cimiento respecto a las áreas de conocimiento de las cuales debía impartir entrenamiento, y aunque sé que muchos de ustedes han sufrido este devenir profesional, a mi me llevó, bíblicamente hablando, a rasgar mis vestiduras.
A ese documento le llamé "mis amigos siempre ganan" porqué desde hace varios años había filosofado al respecto de la buena fortuna que los ha acompañado por tantos años. Lo asociaba entonces a facilidades otorgadas por una deidad protectora que los adoptaba cada vez que se vinculaban a mi círculo de amigos -temí llegar a verla cualquier día metiendo mano en los partiditos de fútbol que jugábamos-. Hoy es claro para mí que dicha suerte no es producto de la casualidad. Se debe a la conjugación de talento, cierta disciplina, persistencia y muchos sacrificios, entre otros. También, debo aclarar que el suertudo vengo siendo yo, por toparme con personas maravillosas doquiera que paso.
Es cierto que algo malo ha de tener acostumbrarse a ser un ganador por defecto. Cuando llega una vaca flaca, llega a sentirse una monumental ignorancia, uno desespera y se convierte en el más severo autocrítico. Por estos días me pasó. Me encomendaron una misión para la cual no tenía un buen cimiento respecto a las áreas de conocimiento de las cuales debía impartir entrenamiento, y aunque sé que muchos de ustedes han sufrido este devenir profesional, a mi me llevó, bíblicamente hablando, a rasgar mis vestiduras.
Fueron meses de pensar y pensar en el asunto, traté de documentarme al respecto, pregunté a los que supuse senseis de la temática, desempolvé mis neuronas menos utilizadas, pero de fondo nunca entendí ni un carajo. Al fin llegó el día de hacer la primera presentación. Mamé todo el gallo del mundo para dar inicio a la charla, hasta que comprendí no tener escapatoria. Lentamente, abrí mi presentación y empecé a balbucear lo preparado durante la noche anterior. Los minutos se hicieron horas, las miradas de los incautos escuchas se venían hacia mi pecho como banderillas hacia el toro y creo que volví a sufrir la metamorfosis que me hizo famoso en la universidad cuando dicté mi primera clase de computadores para la clase nocturna de administración. Por supuesto que pasé la prueba, el mes de largas sesiones transcurrió de acuerdo a lo planificado y cada tema fue evacuado con la mejor claridad posible. Omitiendo los malos chistes, una que otra reconocida contradicción en el discurso, y hasta ciertas dudas aplazadas para el día siguiente, no se presentaron mayores imprevistos. Las calificaciones que obtuve en los anónimos formatos fue de más de cuatro sobre cinco.
Al terminar con la tarea, mi conciencia de prófugo, por conocer los detalles tras bambalinas, hizo que el resultado de mi autoevaluación fuera bastante mala, y así lo comenté con un amigo que conocía claramente el contexto de la situación que describo. El me escuchó muy atentamente, y después de unos diez minutos de recibir una exposición jocosa acerca de mi pobre autocalificación -dos, sobre cinco- y de mi supuesta adaptación al mundo de la mediocridad, me respondió, calmadamente, que tal vez debía considerar la posibilidad de estar siendo demasiado duro conmigo y, que para él, lo que narré le parecía por el contrario un excelente desempeño. Callé y volví a empezar la evaluación.
Recordé entonces, la época en que competía en las pruebas de 400 metros planos en atletismo. Durante todo el año trabajábamos bajo un plan de entrenamiento que daba inicio en el período de preparación y finalizaba para la temporada de competencia. El constante y fuerte entrenamiento tenía un resultado que era contundente: El tiempo que consiguiera registrar en el cronómetro. Al llegar a la pista de carreras y sin poder hacer más por mejorar ese número, se llevaban las piernas hasta el partidor y se corría con pasión hasta llegar a la meta.
Al terminar con la tarea, mi conciencia de prófugo, por conocer los detalles tras bambalinas, hizo que el resultado de mi autoevaluación fuera bastante mala, y así lo comenté con un amigo que conocía claramente el contexto de la situación que describo. El me escuchó muy atentamente, y después de unos diez minutos de recibir una exposición jocosa acerca de mi pobre autocalificación -dos, sobre cinco- y de mi supuesta adaptación al mundo de la mediocridad, me respondió, calmadamente, que tal vez debía considerar la posibilidad de estar siendo demasiado duro conmigo y, que para él, lo que narré le parecía por el contrario un excelente desempeño. Callé y volví a empezar la evaluación.
Recordé entonces, la época en que competía en las pruebas de 400 metros planos en atletismo. Durante todo el año trabajábamos bajo un plan de entrenamiento que daba inicio en el período de preparación y finalizaba para la temporada de competencia. El constante y fuerte entrenamiento tenía un resultado que era contundente: El tiempo que consiguiera registrar en el cronómetro. Al llegar a la pista de carreras y sin poder hacer más por mejorar ese número, se llevaban las piernas hasta el partidor y se corría con pasión hasta llegar a la meta.
Los primeros 100 metros de la carrera eran de gran respeto porqué infundían el temor natural que se tiene al saber que falta demasiado para llegar. Al lograr los 200 metros, el riesgo de renunciar era inminente, pensaba en lesionarme, decir que tenía bazo o incluso desmayarme -simular algo así habría sido patético-. A cambio de buscar excusas para justificar la derrota, aplicaba la regla del optimista de ver la copa medio llena y me concentraba en terminar. Era necesario flotar hasta los 300 metros con un decidido entusiasmo para terminar pronto el gran esfuerzo. En mi caso, habían transcurrido unos cuarenta segundos al tomar la última curva y lo que saltaba en escena se salía del orden sicológico. La dentera aparecía implacable, los grotescos gestos en la cara, que tanto nos habían enseñado a controlar, no me permitían salir muy chusco que digamos en la foto -quizá por eso mi mamá es la única que conserva aquellos retratos en su casa-, las entonces vigorosas piernas se resistían a finalizar enviando señales de entorpecimiento sustentadas en la sensación de arrugarse como una hoja de papel antes de ser enviada directamente a la caneca. Por todo ello, era necesario recurrir al último aliento para devorar los últimos 100 metros en alrededor de diez eternos segundos y así, al completar una larga vuelta al óvalo, poder cerrar los ojos, y casi de inmediato, tirarme al suelo como un niño caprichoso en medio de un supermercado.
Obviamente, el que terminaba feliz al finalizar la carrera era quien llegara de primero a la meta. Sin embargo, hoy logro interpretar mi entrenamiento y su resultado de una manera muy distinta. Debimos ser felices, y expresar una gran sonrisa sobre la pista, absolutamente todos los que tuvimos la habilidad de regular nuestra carrera y terminar la competencia registrando el mejor tiempo para el cual nos preparamos. No cabe duda de que habría más competidores en las pruebas, si todos pensaran de esa manera.
Un poco más tarde, al escribir mi propia reflexión al respecto de esta anécdota, un poco acartonada quizá por estar enmarcada en el contexto laboral, entiendo que somos ganadores cada vez que conseguimos alcanzar la meta para la cual estamos listos, sin importar que en el resultado global seamos los cuartos o los sextos. Acepto, además, que en este caso debo felicitarme por haber realizado un buen trabajo, y prometo que la próxima vez que tenga frente a mi esas miradas acusatorias que les conté, me calzaré los spikes* y saldré corriendo como una bala, no para huir de ahí por supuesto, sino, para registrar mi mejor marca del día.
* Tenis para practicar el atletismo.
Obviamente, el que terminaba feliz al finalizar la carrera era quien llegara de primero a la meta. Sin embargo, hoy logro interpretar mi entrenamiento y su resultado de una manera muy distinta. Debimos ser felices, y expresar una gran sonrisa sobre la pista, absolutamente todos los que tuvimos la habilidad de regular nuestra carrera y terminar la competencia registrando el mejor tiempo para el cual nos preparamos. No cabe duda de que habría más competidores en las pruebas, si todos pensaran de esa manera.
Un poco más tarde, al escribir mi propia reflexión al respecto de esta anécdota, un poco acartonada quizá por estar enmarcada en el contexto laboral, entiendo que somos ganadores cada vez que conseguimos alcanzar la meta para la cual estamos listos, sin importar que en el resultado global seamos los cuartos o los sextos. Acepto, además, que en este caso debo felicitarme por haber realizado un buen trabajo, y prometo que la próxima vez que tenga frente a mi esas miradas acusatorias que les conté, me calzaré los spikes* y saldré corriendo como una bala, no para huir de ahí por supuesto, sino, para registrar mi mejor marca del día.
* Tenis para practicar el atletismo.